Quién soy y por qué escribo
Emili Teixidor
Me preguntan por qué escribo. Hay muchas razones. Además, supongo que la respuesta sería diferente si me lo hubieran preguntado en diferentes etapas de mi vida. En un primer momento, el de la primera juventud, por ejemplo, supongo que estaba el reto de conocer y explorar las propias habilidades y de darse a conocer para contrastar la imagen que tienes de ti mismo con la imagen que los demás tienen de ti. Exactamente lo contrario de lo que busco a estas alturas de la vida. Ahora, diría que leo y escribo para seleccionar y acumular una antología personal de imágenes extraídas de libros, vivencias, personajes, escenas, frases, palabras... que de alguna manera ejercen un poder de fascinación y tienen un significado especial para todos nosotros. Quizá son las imágenes primordiales que -según dicen- desfilan por el cerebro de las personas que se encuentran en peligro de muerte inminente y que resumen en un instante toda su vida. En mi infancia decían eso de los nadadores temerarios que se metían en las zonas más peligrosas del río Ter y se ahogaban arrastrados por los remolinos. A mí esas hablillas me parecían historias piadosas para ocultar a los niños la crueldad de una muerte repentina. "¿Algún ahogado -me decía yo- ha podido contar qué le pasa por la cabeza en el momento de perder la vida?"
En cambio, sí creo en una colección particular de imágenes esenciales que vamos recopilando a lo largo de la vida, de fragmentos de ficción seleccionados y conservados amorosamente en nuestra biblioteca interior. Son las imágenes a las que recurrimos en ciertos momentos para descubrir el significado de nuestras vidas, como si la plenitud de la vida se concentrara en ese ramillete de imágenes preciosas, como si únicamente ellas tuvieran el poder de concentrar en un todo perfecto las poderosas verdades y los fabulosos mitos que nos iluminan y nos proporcionan la fuerza para seguir adelante. Son los hechos que hemos vivido, nuestra experiencia personal, y los hechos que hemos descubierto en el arte, la literatura. Y esta unión en un todo parece expresar nuestros deseos, nuestras más hondas esperanzas. Hay quien dice que una vida plena y feliz sólo es posible si estamos en sintonía, totalmente de acuerdo, tal vez hasta en comunión, con esas imágenes simbólicas.
¿Quién dijo que la literatura, en el fondo, en su raíz, conserva la costumbre preverbal de ayudarnos a construir mundos, un hábito en gran parte visceral, emocional, tan personal e intransferible que a menudo está muy lejos de las interpretaciones puramente lingüísticas?
Lograr esas descargas imaginarias de diferente intensidad es lo que me mueve a escribir. Y debo decir que dependen tanto de la capacidad del escritor como de la capacidad receptiva del lector. Pero en los mejores casos, en los mejores libros, escritos o leídos, sobre todo en los libros de la infancia y la primera juventud, hallamos unas cualidades que los hacen especialmente preciosos para guardarlos en la memoria. Ésta es una de las gratificaciones de escribir para niños y jóvenes. Hay muchas más, como la de descubrir, poco a poco, las reglas de un género nuevo. Pero volvamos al mundo imaginario que hace preciosos ciertos libros o ciertas imágenes descubiertas en sus páginas: creo que hay un misterio o secreto que nos atañe a todos, mayores y pequeños, y es la intuición de las inmensas posibilidades de futuro que tienen esos años, de manera que la seriedad e incluso la tristeza de los adultos no sería otra cosa que la conciencia de la pérdida o el despilfarro de esa primera fuerza original.
Esas imágenes, esos libros, también tienen una función liberadora. La capacidad de ayudarnos a escapar de situaciones concretas que nos agobian. No hay nada más frustrante que la imposibilidad de escapar, de huir. También hay quien dice que un adulto es sólo alguien que ha perdido la capacidad de imaginar, de huir, de fabular... Una literatura y una pedagogía demasiado racionalistas han anulado en buena parte este sentido de la maravilla, la fantasía, la fabulación..., y por eso el depósito de imágenes acumuladas a lo largo de lecturas o vivencias -en las que deberíamos reconocernos y por las deberíamos valorarnos- cada vez es más pobre. La urgencia dramática del vivir y la ferocidad de la existencia parecen amenazar el caudal de maravillas acumuladas en nuestros primeros años. Pero la reserva de estas posibilidades y la confianza indestructible en alcanzar los deseos expresados por esas imágenes o frases, situaciones o personajes, es seguramente lo único que puede mantenernos esperanzados y con fuerzas en los años difíciles, si no lo único que puede mantenernos vivos de verdad.
Hay muchas más razones para escribir y leer, y sobre todo para los lectores noveles, pero aunque sólo llegara a conseguir unas pocas de las razones aquí expuestas, ya me daría por satisfecho y recompensado.
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